Tengo muchos amigos pobres, muy pobres. Son personas que se sienten poquita cosa, se consideran indignos de cualquier atención. Por eso valoran tanto lo que reciben, especialmente si se trata de afecto, de una mirada respetuosa, de un poco de tiempo, o de bienes que necesitan y que no se atreven a pedir.
Les he visto y escuchado rezar muchas veces, y siempre me dejan con el deseo de rezar como ellos.
Pienso que el secreto de su oración está en su humildad. Por eso Jesucristo dijo: "Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3).
El pobre que reconoce su verdad y acude a Dios a mendigar misericordia es un hombre de oración. Al ver orar al pobre, al escucharle hablar con Dios, percibimos de inmediato la humanidad al desnudo: un ser desprovisto, indigente, frágil, débil, necesitado. Todo lo contrario a una persona autosuficiente, que se cree capaz de poderlo todo y de controlarlo todo, él solo.
Orar es reconocer que solos no podemos y acudir a Dios para mendigar su ayuda.
Orar es aceptar nuestros límites, tener presente que no somos todopoderosos, y suplicar el auxilio divino.
Orar es ver nuestra fragilidad y debilidad y acudir a Dios para que nos sostenga.
Orar es aceptar nuestra condición de criaturas y someternos al Creador.
Orar es aceptar la propia miseria y acudir con humildad a los brazos misericordiosos del Padre.
Orar es hacer la verdad, ser pobre, "hacer la verdad en el amor" delante de Dios.
A cuántos pobres se les ve pasar largos ratos ante el Sagrario, con una mirada apacible, como si no pasara el tiempo ¡y vaya que tienen su jornada apretada para conseguir lo necesario para el sustento diario!, pero invierten lo mejor de su tiempo para contemplar la grandeza y la belleza de su Dios. Y cuando Dios ve llegar al pobre y humilde de corazón, le deja entrar en su presencia y contemplar su belleza.
Mis amigos pobres tratan a Dios con absoluta confianza, son "como niños" (Mt 18,3) que con ternura de hijo le dicen: "Abbá, Padre" (Rm 8,15) y le hablan con una gran familiaridad; y el Padre les deja ver su rostro, pues Él se revela a los pequeños (Mt 1,25).