En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la
ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza
confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha,
responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su
presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante
de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría
y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y
cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo
muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la
verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el
Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de
creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de
la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en
él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». (Catequesis de Benedicto
XVI sobre la Oración)
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