Se nos ha concedido conocer a quien ha vencido a la muerte y nos ha rescatado de un futuro incierto. Jesucristo es nuestro Salvador. “No se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (Act 4, 12).
Jesús fue a la muerte para rescatarnos
del abismo. Su Pasión no fue un accidente, sino la consumación de un
proyecto divino. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3, 1). Hemos obtenido esta filiación por gracia, en razón de la entrega total de Jesús. Por Él y en Él nos sabemos y somos hijos de Dios.
Él mismo, para mostrarnos la misión que había recibido de su Padre, personalizará la promesa entrañable de ser el buen Pastor de Israel, conforme al corazón de Dios. El Pastor que cuida de las madres y lleva en brazos a los corderillos. El Pastor que nos lleva a verdes praderas, y repara nuestras fuerzas, según canta el salmista. El Pastor que lleva sobre sus hombros a la oveja herida.
Con la contundencia de quien tiene
certeza de su identidad, Jesús se presenta: “Yo soy el buen Pastor. El
buen pastor da la vida por las ovejas” (Jn 10, 11). Siempre me
impresiona la consideración que explica la imagen extraña
del pastor que abandona noventa y nueve ovejas por ir en busca de la
perdida. No es por irresponsabilidad profesional del pastor que abandona
el rebaño, sino para decir que cada uno merece toda la atención de quien se presenta como cuidador y vigía de su camino.
Quizá, en una cultura industrial y
urbana, no resuene la imagen del pastor con tanta fuerza como en el
mundo rural y en los tiempos de Jesús. Hay quienes afirman que Él tomó
como autorretrato esta imagen. Cabe, no obstante, enriquecerla con
expresiones entrañables: “Como un padre siente ternura por sus hijos,
así tiene el Señor ternura por sus fieles”. Podrá una madre olvidarse
del hijo que lleva en sus entrañas, cosa difícil; “pues aunque ella
pudiera olvidarse, yo no te olvido”, dice el Señor.
Este tiempo de Pascua nos trae a la memoria la ternura y delicadeza
que tuvo Jesús con los suyos, cuando fue presentándose a cada uno en su
lenguaje y contexto. A María Magdalena, en el huerto; a los dos de
Emaús, en el camino; a Pedro y a sus compañeros pescadores, a la orilla
del mar; a los once, en el cenáculo…
Tenemos una promesa de Dios: que no nos faltarán pastores según su
corazón. Jesús es el Buen Pastor, pero llama a muchos para que
prolonguen su misión en nuestro mundo. Roguemos al Dueño de la mies que
envíe obreros a su mies, pastores buenos a su pueblo. Y roguemos
por quienes sienten la llamada a dar su vida por los demás, para que no
se arredren. Además, aquel que pierde su vida por Jesús, y como
servicio a los otros, la gana.