Considerando la amistad como una relación que nos ayuda y nos alegra la
vida, no todo el mundo tiene esa capacidad, disposición o apertura hacia
la amistad. Veremos que nos impide tener amigos:
Un estilo de vida poco abierto a los demás. Si no nos proporciona oportunidades de relacionarnos y no hacemos nada por cambiarlo, la soledad será nuestra única compañía.
La baja autoestima y el complejo de inferioridad. Si no confiamos en el valor de nuestra aportación, tenderemos a menospreciarnos y a aislarnos. Pocas personas resultan menos interesantes que las que tienen un bajo concepto de sí mismas. Si pensamos que no valemos nada, será difícil que iniciemos cualquier cosa, y menos si conlleva un riesgo de fracaso. Y cuando la propuesta de relación provenga del exterior, lo más probable es que, por miedo, no atendamos la llamada o no sepamos hacerlo eficazmente.
Los miedos. A no gustar, a no cumplir con las expectativas que creemos se tienen de nosotros, a no estar a la altura de las circunstancias. Miedo a que si se nos conoce a fondo, se nos abandonará.
La falta de habilidades de comunicación. Decir lo que se piensa no es el problema, sino la forma en que se dice. Empatía (ponerse en lugar del otro) y asertividad (expresarnos con libertad y sinceridad, sin herir ni menospreciar) son la clave.
El autoengaño. Creer que lo damos todo, que siempre estamos a disposición del otro y, por tanto, esperarlo todo de nuestras amistades. El acaparamiento y la tensión a que sometemos a los amigos hace que quien se acerca acabe alejándose y nos suma en un sentimiento de incomprensión que termina reforzando el autoengaño.
Pretender tener siempre la razón, conducirse de forma altanera, intolerante o mezquina.
La frialdad, tanto en el campo verbal como en el gestual. La falta de emotividad, de acercamiento, de un abrazo, de una caricia.
El hombre que tiene amigos ha de mostrarse amigo; y amigo hay más unido que un hermano. Proverbios 18:24
Un estilo de vida poco abierto a los demás. Si no nos proporciona oportunidades de relacionarnos y no hacemos nada por cambiarlo, la soledad será nuestra única compañía.
La baja autoestima y el complejo de inferioridad. Si no confiamos en el valor de nuestra aportación, tenderemos a menospreciarnos y a aislarnos. Pocas personas resultan menos interesantes que las que tienen un bajo concepto de sí mismas. Si pensamos que no valemos nada, será difícil que iniciemos cualquier cosa, y menos si conlleva un riesgo de fracaso. Y cuando la propuesta de relación provenga del exterior, lo más probable es que, por miedo, no atendamos la llamada o no sepamos hacerlo eficazmente.
Los miedos. A no gustar, a no cumplir con las expectativas que creemos se tienen de nosotros, a no estar a la altura de las circunstancias. Miedo a que si se nos conoce a fondo, se nos abandonará.
La falta de habilidades de comunicación. Decir lo que se piensa no es el problema, sino la forma en que se dice. Empatía (ponerse en lugar del otro) y asertividad (expresarnos con libertad y sinceridad, sin herir ni menospreciar) son la clave.
El autoengaño. Creer que lo damos todo, que siempre estamos a disposición del otro y, por tanto, esperarlo todo de nuestras amistades. El acaparamiento y la tensión a que sometemos a los amigos hace que quien se acerca acabe alejándose y nos suma en un sentimiento de incomprensión que termina reforzando el autoengaño.
Pretender tener siempre la razón, conducirse de forma altanera, intolerante o mezquina.
La frialdad, tanto en el campo verbal como en el gestual. La falta de emotividad, de acercamiento, de un abrazo, de una caricia.
El hombre que tiene amigos ha de mostrarse amigo; y amigo hay más unido que un hermano. Proverbios 18:24