Son muchos los nombres con los que te invoca la Iglesia, y nos cuesta comprender algunos de ellos. Eres el Abogado, el Consejero, el Defensor, el Paráclito, el Huésped del alma, el Amor divino, el Consolador.
Quiero
acogerme a tu acción más íntima, a la que obras en el corazón, en el
hondón del alma, con tus mociones consoladoras, las que además de
conceder alivio en la prueba, indican el camino por el que seguir hacia
la meta que tenemos como horizonte, Dios mismo.
Quizá
sea por los acontecimientos sociales, que nos golpean constantemente,
por las catástrofes naturales, y sobre todo por las que provocamos los
humanos, especuladores de la pobreza y de la indigencia de los más
débiles, por lo que nos entristecemos.
Quizá
sea por los movimientos extremistas, reaccionarios, usurpadores del
bien, de la verdad, de la bondad, de la paz, de la convivencia,
imponiendo violentamente una forma de pensamiento totalitario, por lo
que nos entra el miedo.
Quizá sea por el sufrimiento de tantas familias, de hogares rotos, de niños sin referentes entrañables, motivo de tanta soledad en el corazón humano, por lo que se nos nubla la mirada y perdemos la alegría.