Silencio exterior, silencio en relación al ambiente que nos rodea, es la capacidad de ser libres frente a las cosas que quieren seducirnos.
Estar distraídos es estar separados de nosotros mismos y dejarse llevar
por lo que se ve y se oye. Cuando nos dejamos atraer por lo exterior, perdemos nuestra libertad y nuestra identidad de ser dueños de nuestro cuerpo.
Seremos libres si, poco a poco, nos destacamos
de las criaturas. Es éste el primer paso para un silencio fecundo,
repleto de vitalidad espiritual. Es preciso anteponer el silencio al
ruido, a las noticias, a las preocupaciones del mundo. En este silencio
nos distanciamos de la publicidad y nos aproximamos a nuestro
fundamento. No tenemos que verlo todo Lo superficial adquiere su perfil y fisonomía sólo si es capaz de manifestar esas profundidades.
Silencio de la vista
Los ojos son las ventanas del alma. El control de la vista es de una importancia y trascendencia
extraordinarias. Cerrar los ojos ayuda en muchas ocasiones a cortar la
atención de cosas que, a través de la vista, pueden influenciarnos, es
decir, hacernos ruido. No tenemos que verlo todo, no lo
necesitamos. Tampoco debemos ser unos ciegos. Dios nos dio la vista para
ver. Necesitamos ver el bien. Hay mucho bien en el mundo. Veámoslo con
ojos abiertos y alabemos a Dios. Y evitemos ver el mal. Así el silencio de la vista nos será provechoso.
Silencio del oído
El sentido del oído debe estar regido por la virtud del silencio. La curiosidad
nos incita a oír cosas, muchas veces sin ninguna trascendencia. No
tenemos qué oírlo todo, no lo necesitamos. Tampoco podemos ser sordos. Lo inconveniente, lo nocivo, lo destructivo no nos sirve.
Debemos desecharlo, dejarlo. Sólo así podremos escuchar en la actividad
apostólica todo lo bueno que hay en cada persona y comprender, a la
vez, sus errores.